divendres, 28 de setembre del 2007

Complint promeses...

Tu mirada es de fuego y mi cuerpo de cera...
Ana era una mujer moderna. Muy de su tiempo. Vivía sola, conservaba su independencia económica, algunos principios de cuando era más joven y un montón de fotografías de otras tantas personas perdidas por cajas, cajones y la puerta de la nevera.

Tenía un buen trabajo. No ganaba demasiado dinero, pero le motivaba lo que hacía. Al contrario de otros tiempos, no tenía ganas de llorar cuando, aún de noche, el despertador le arrojaba su jarro de agua fría, a veces tan metafórico que parecía real.

Después de secarse el cabello (sólo en invierno, el verano es tiempo de libertad), salía hacia la oficina, intentando seguir cada día un camino distinto. Inventaba historias de camino a todas partes. Historias que nunca explicaba a nadie, porque casi siempre carecían de final. Le costaba volver a los principios, a hilar la hebra de los relatos una vez se habían deshilachado por mil caminos.

El tipo del quiosco era un antiguo miembro del Mossad, estaba segura. Probablemente cansado de ver atrocidades había desertado de su puesto y, bajo una nueva identidad inocua, intentaba redimirse de todas sus maldades. Su mirada fija en los ojos de Ana al encontrarse con ella en invierno, con el cuello envuelto en un pañuelo palestino, le delataba.

Le fascinaba creer que, si todas las personas con las que se encontraba a diario camino del metro fueran observadas por un ojo atento, ninguna de ellas se escaparía de ser un personaje de novela. María, la afable portera a punto de jubilarse, escondía un terrible pasado matrimonial, según decían. En el barrio se oían rumores de que, harta de los malos tratos de su marido, lo había asesinado y había emparedado el cuerpo entre la pared de su comedor y el hueco del ascensor. Ana pasaba horas con las mujeres del barrio cuando coincidía con ellas, alimentando el rumor y la aureola de justiciera peligrosa que rodeaba a María.

Así pasaba con la gente del barrio, con los compañeros del trabajo, con la conductora del autobús. Le parecía mucho más fascinante inventar vidas que creer que todas aquellas personas iban y venían sin más.

Pero un día las cosas empezaron a cambiar. Ana empezó a notarlo una tarde especialmente fría de invierno. Al cerrar con llave la puerta de casa, le pasó la corriente, como se suele decir. Nada grave, sólo unas cosquillas en la mano derecha. Con el paso de los días, la cosa fue a más: las portezuelas de los coches al bajar, las manetas de las puertas, el cerrojo del baño de la oficina. Al cabo de pocas semanas, cada vez que tocaba algo metálico sentía un calambrazo. Y cada vez más fuertes.

Harta de sufrir esas descargas, fue al médico. Éste le comentó que la electricidad estática era algo normal, que algunas personas la atraían más que otras. Y que con la sequía que sufría el país y las suelas de cuero en los zapatos, los efectos se notaban aún más. Ni siquiera cuando estrechó la mano de Ana y él mismo sufrió las consecuencias de la electricidad, le pareció que hubiera algo anormal.

Desde aquel día, Ana sentía descargas cada vez que alguien la tocaba. Al principio, igual que había pasado con los objetos, eran pequeñas descargas, pero al cabo de un par de semanas saltaban chispas. Desdichadamente para ella, no en sentido metafórico.

Empezó a sentirse realmente mal física y anímicamente. Nada funcionaba: ni los zapatos de suela de goma, ni alejarse de los aparatos eléctricos, ni Madame Alexandra, que en realidad era la Sra. Josefa, y que después de su jornada laboral se ganaba un sobresueldo ejerciendo de bruja, santera y adivina. Pero el dolor de las descargas era cada vez más intenso y difícil de soportar, para Ana y para cualquiera que la rozara.

Llegó a sentirse demasiado agotada e incapaz de seguir saliendo a la calle evitando tocar a la gente. Así que solicitó una baja laboral por un supuesto estrés y se quedó en casa. Se acabaron las historias y los rumores. El piso era interior, así que las vistas desde su ventana no daban para demasiados cuentos. Todo lo más, alguna pelea de gatos por los favores de una gata promiscua y engreída que creía ser la reencarnación de Nefertiti.

Pasaron varios días, y el ánimo de Ana seguía por los suelos. Ni siquiera salía a comprar. Empezó a encargar su compra por Internet, pagaba con su tarjeta de crédito y listo. En las siguientes semanas, la única persona a la que vio fue a Jorge, el mozo del supermercado de abajo, que puntualmente venía cada martes a traerle sus víveres.

Un día que llovía a mares, Ana invitó a Jorge a un café. “Hasta que amaine un poco”, le dijo. Le advirtió que sobre todo no la tocase, porque iba a ser absurdo morir electrocutado, en una noche como aquella, con el aire lleno de rayos y electricidad, al tocar por casualidad a una mujer eléctrica.

Volvieron a tomar café algún otro día. Jorge empezó a dejar la casa de Ana la última en su ruta de reparto, para no tener prisa por irse. Hablaban durante horas de mil cosas, siempre separados por las tazas de café y un par de metros de distancia. A pesar de que hacía semanas que no tocaba a nadie, Ana seguía sin querer que Jorge se acercara. Le daba miedo volver a sentir el dolor punzante que le causaba el contacto con otro cuerpo humano. Se había acostumbrado a coger todos los objetos metálicos con un guante de algodón negro que apenas se quitaba, pero aún recordaba como las descargas eléctricas traspasaban los tejidos de cualquier tipo en el caso de las personas.

Y así fueron pasando las semanas y los meses. Ella le contaba todas las historias que había inventado durante años sobre la gente del barrio. Él le explicaba las novedades y cómo soñaba salir de allí algún día. Reunir algo de dinero y poder gastarlo en conocer los lugares con los que fantaseaba de pequeño.

Y al final sucedió lo inevitable. Una noche de verano, Jorge fue a casa de Ana con la compra de la semana y un tiesto de violetas. Cuando ella le ofreció el azúcar para el café, él le confesó que se había enamorado de ella. Que nadie le había escuchado nunca como ella, y que quería viajar con ella, si ella aceptaba.

Ana se quedó inmóvil unos instantes. Después rompió a llorar. Ella también le quería, pero aquello no podía ser. ¿Cómo iba ella a pedirle a alguien que estuviera a su lado que ni siquiera la tocara? ¿Qué clase de vida seria esa, tan cerca y tan lejos a la vez?

Entonces Jorge dejó la taza de café sobre la mesa y se levantó del sillón. Se acercó a ella y alargó la mano para tomar su mano enguantada. Ana la retiró de inmediato. Pero Jorge insistió. Alargó la mano de nuevo, tomó la de Ana y, poco a poco, fue despojándola del guante protector.

No pasó nada. Ni pequeñas cosquillas, ni calambre, ni por supuesto dolor. Tampoco ocurrió nada cuando le quitó la camiseta y le desabrochó los tejanos. Ni cuando la tomó en brazos y la llevó al dormitorio. Ni cuando se entrelazaron y se recorrieron la piel palmo a palmo y beso a beso. Nada pasó. Nada, aparte del placer compartido.

Ellos no se dieron cuenta, pero aquella noche hubo un apagón que duró tres días y que dejó la ciudad a oscuras, con la excepción de las linternas, las velas y la luna. Parecía un misterio, como si de repente se hubiese agotado la electricidad. O quizá no era tan misterioso. Quizá estaba toda en casa de Ana, la mujer eléctrica.

1 comentari:

Anònim ha dit...

te lo digo y te lo escribo: me encanta pero déjame hacer la crítica CONSTRUCTIVA... te has pasado 3 PUEBLOS con el apagón de 3 DÍAS... ni fecsa endesa en sus peores tiempos! seguramente solo sea envidia sana. ;)