dilluns, 6 d’agost del 2007

La casa vacía

Cuando se cansó de esperar frente a la puerta se puso de pie y siguió andando. Pensó en todos los días que había pasado en el banco frente a aquella puerta azul. Demasiados, porque nunca entró ni salió nadie de aquella casa. Podía describirla palmo a palmo, en su mente, mientras se dirigía de vuelta al camino. Era una pequeña casa de dos plantas, con una fachada principal que daba a la calle, y en la que estaban la puerta azul y cuatro ventanas. Dos en la planta inferior y dos en la superior, con los marcos pintados del mismo color azul que la puerta.

Las ventanas estaban siempre abiertas, algo normal, ya que era verano y el calor era asfixiante. Seguramente las ventanas de la parte trasera, que daban a un pequeño jardín, debían estar también abiertas, para crear una corriente de aire que aliviara la sensación de calor. Pero eso no podía saberlo con seguridad, porque nunca había estado dentro de aquella casa. Y tampoco había visto a nadie a quien preguntarle. Nunca nadie se asomó a aquellas ventanas. A los lados de la puerta azul (que a diferencia de las ventanas, estaba siempre cerrada) había sendos maceteros con unas hortensias de color también azul, pero no azul cielo intenso, como los marcos de la puerta y las ventanas, sino azul casi violeta. Había visto aquellas plantas durante muchos días, y aun así seguía sintiendo fascinación por aquel color que parecía artificial en una flor. No podía creerse aquel color, pese a verlo durante todos los días de aquel verano. A lo mejor, si de la casa hubiera salido alguien a regarlas, eso les habría otorgado la dosis de realidad que necesitaban para que se las creyera.

Conforme avanzaba hacia el camino, intentaba recordar el día exacto en que pasó por delante de aquella casa y decidió sentarse frente a ella, a esperar. No podía recordar el día concreto, ni la hora, ni de dónde le nació aquel impulso irrefrenable de sentarse en el banco verde de madera que había delante de la casa, tampoco podría haber explicado qué o a quién había estado esperando durante tantos días. En realidad no se limitó a esperar. En un par de ocasiones llamó a la puerta, sintiendo que le daban el valor necesario para hacerlo las luces que al atardecer se encendían en una u otra habitación. Pero nunca nadie abrió la puerta azul de la casa. Una vez le pareció oír una voz que contestaba “¡ya voy!”, pero nadie cumplió la promesa de esas palabras.

Durante los días de la espera, o de la incertidumbre, o del juego – ya no sabía ni cómo llamarlo – pensó mucho en qué pasaría si alguien saliera de la puerta azul y se dirigiera hacia el banco donde se sentaba. Supuso que hablarían de algo trivial durante los primeros días, que a medida que el tiempo fuera pasando las conversaciones se convertirían en algo más personal, que poco a poco se irían conociendo y que acabarían forjando una amistad, en el peor de los casos. Pero el peor de los casos era peor de lo que había esperado. Porque nadie salió nunca de la casa, ni siquiera se acercó a las ventanas.

No mientras estuvo en el banco verde del otro lado de la calle. Pero en el preciso instante en que doblaba la primera curva del camino, desapareciendo en el horizonte, un cuerpo cansado observaba su partida desde una de las ventanas del piso superior. Se arrepintió siempre de no salir a regar las hortensias en todo el verano. Murieron nada más comenzar el otoño.

1 comentari:

Anònim ha dit...

Aix, q siempre se me cae la lagrimilla cuando leo este cuento...