Desde hace 7 años, la Biblioteca Vapor Vell del barrio de Sants en Barcelona organiza el Concurso de Literatura Rápida L'Exprés. Las obras se escriben, se entregan y se premian en poco menos de siete horas. Las escritoras y escritores tienen una hora y media (y 30 líneas en papel pautado) para escribir lo que deseen, eso sí, ciñéndose a las premisas que sólo conocen en el momento de enfrentarse a la hoja en blanco. Este año han sido "revelación" y "cinturón". Me animé a participar con algunas amigas, y a pesar de que no ganamos ninguna los 200€ del premio, ni los 100€ del finalista (ni las sendas cafeteras que los acompañaban), pasamos un día divertido y diferente. El acto de entrega de premios, que se produjo sólo 4 horas después de la escritura, contó con la presencia de la escuela de teatro La Casona, cuyos actores y actriz interpretaron (muy libremente, todo hay que decirlo, para conservar un poco más el misterio del fallo del jurado) los dos textos ganadores.
Es muy curioso compartir con otras personas un evento así y ver lo que pergeñan otras mentes pensantes con las mismas premisas, y un placer conocer gente que comparte contigo el entusiasmo por los libros y la literatura. Seguro que el año que viene volvemos!!
Aquí está mi relato, que titulé "Entre vacas":
Los veranos los pasábamos siempre en el
pueblo, con los abuelos. A Víctor y a mí nos encantaban aquellos dos meses de
libertad casi salvaje, en que hacíamos cosas que en la ciudad sólo podíamos
imaginar: andar en bici todo el día, ir a casa sólo a comer y a dormir, y no
ser perseguidos a la hora del baño. Los días eran largos y cálidos, las noches
frías y estrelladas.
Uno de nuestros pasatiempos preferidos era
subir al prado, a jugar entre las vacas de la granja de Marcial, que pastaban
indiferentes a nuestra versión rural de la gallinita ciega. Vendábamos los ojos
a algún niño de la pandilla y los demás nos desternillábamos mientras esquivaba
a ciegas a las vacas, guiándose únicamente por el sonido de sus cencerros.
También nos gustaba bañarnos en el arroyo helado, aunque Víctor siempre era el
primero en salir porque decía que se le congelaban los dedos meñiques de los
pies. Yo sospechaba que tenía miedo, porque no sabía nadar muy bien. Cuarenta
años después, sigue sin bañarse en ríos o mares más de cinco minutos seguidos,
a pesar de todas las clases de natación. Por las noches jugábamos al escondite
en las callejuelas del pueblo y a veces robábamos en los huertos.
Todo era idílico, exceptuando la constante
amenaza del abuelo de sacarse el cinturón para castigarnos con una paliza del
mejor cuero argentino. Le gustaba amenazar y presumir al mismo tiempo; el
cinturón – el único que tenía – era un regalo de su hermana, que emigró a
Buenos Aires durante la guerra y a la que sólo había vuelto a ver una vez, allá
por finales de los 70, cuando nacimos Víctor y yo. Cada vez que le
despertábamos de la siesta, o nos pillaba con un tomate robado a un vecino, o
nos rompíamos el pantalón cayéndonos de la bici, se llevaba las manos a la
hebilla y nos decía: “como me quite el cinturón…” Y Víctor y yo corríamos a refugiarnos en las faldas de
la abuela, donde ningún peligro podía alcanzarnos.
Los domingos íbamos a misa con los abuelos.
Víctor subía al coro con los otros chicos y yo me sentaba en los bancos
delanteros, con las chicas. Un domingo en que el sermón hablaba de un rebaño,
Víctor y yo nos buscamos ansiosos a la salida de la iglesia. Al encontrarnos
nos atropellamos con nuestras mutuas palabras, dándonos cuenta de que habíamos
tenido exactamente la misma idea para librarnos de la amenaza del cinturón,
escondiéndolo en un sitio donde el abuelo jamás podría encontrarlo. Si eso no
es una revelación divina, yo ya no sé qué puede serlo.
Esa misma noche aguantamos despiertos hasta
que oímos roncar a los abuelos. Con el corazón en la garganta me acerqué a la
silla donde el abuelo dejaba su ropa y saqué el cinturón de las trabillas del
pantalón. A la mañana siguiente, al alba (aún no sé cómo conseguimos
despertarnos) montamos en las bicis y subimos al prado.
Al volver a casa, el abuelo gritaba y buscaba
su cinturón, insistiendo en que lo había dejado donde siempre y que su
desaparición sólo podía ser cosa de brujas. La abuela nos miraba con ojos
interrogantes, no sé si por la sorpresa de nuestra ausencia a esas horas de la mañana
o por la sospecha de nuestra implicación en la misteriosa desaparición.
Al final, el abuelo se rindió y pasó el resto
del verano usando un cordón anudado para sujetarse los pantalones, como muchos
otros hombres del pueblo. Arriba, en el prado, una de las vacas de Marcial
pastaba tranquila, sin ser consciente de que su cencerro colgaba de un pedazo
de la piel de una congénere argentina.
2 comentaris:
Escucho en este momento Onirie e Insomnia de Love of lesbian...
Me gustó mucho tu relato...
Muchas gracias por tus benévolos comentarios, @Zabioloco, espero seguir escribiendo y que te siga gustando!
Publica un comentari a l'entrada