diumenge, 15 de novembre del 2015

L'Exprés

Desde hace 7 años, la Biblioteca Vapor Vell del barrio de Sants en Barcelona organiza el Concurso de Literatura Rápida L'Exprés. Las obras se escriben, se entregan y se premian en poco menos de siete horas. Las escritoras y escritores tienen una hora y media (y 30 líneas en papel pautado) para escribir lo que deseen, eso sí, ciñéndose a las premisas que sólo conocen en el momento de enfrentarse a la hoja en blanco. Este año han sido "revelación" y "cinturón". Me animé a participar con algunas amigas, y a pesar de que no ganamos ninguna los 200€ del premio, ni los 100€ del finalista (ni las sendas cafeteras que los acompañaban), pasamos un día divertido y diferente. El acto de entrega de premios, que se produjo sólo 4 horas después de la escritura, contó con la presencia de la escuela de teatro La Casona, cuyos actores y actriz interpretaron (muy libremente, todo hay que decirlo, para conservar un poco más el misterio del fallo del jurado) los dos textos ganadores. 

Es muy curioso compartir con otras personas un evento así y ver lo que pergeñan otras mentes pensantes con las mismas premisas, y un placer conocer gente que comparte contigo el entusiasmo por los libros y la literatura. Seguro que el año que viene volvemos!! 

Aquí está mi relato, que titulé "Entre vacas":  

Los veranos los pasábamos siempre en el pueblo, con los abuelos. A Víctor y a mí nos encantaban aquellos dos meses de libertad casi salvaje, en que hacíamos cosas que en la ciudad sólo podíamos imaginar: andar en bici todo el día, ir a casa sólo a comer y a dormir, y no ser perseguidos a la hora del baño. Los días eran largos y cálidos, las noches frías y estrelladas.

Uno de nuestros pasatiempos preferidos era subir al prado, a jugar entre las vacas de la granja de Marcial, que pastaban indiferentes a nuestra versión rural de la gallinita ciega. Vendábamos los ojos a algún niño de la pandilla y los demás nos desternillábamos mientras esquivaba a ciegas a las vacas, guiándose únicamente por el sonido de sus cencerros. También nos gustaba bañarnos en el arroyo helado, aunque Víctor siempre era el primero en salir porque decía que se le congelaban los dedos meñiques de los pies. Yo sospechaba que tenía miedo, porque no sabía nadar muy bien. Cuarenta años después, sigue sin bañarse en ríos o mares más de cinco minutos seguidos, a pesar de todas las clases de natación. Por las noches jugábamos al escondite en las callejuelas del pueblo y a veces robábamos en los huertos.

Todo era idílico, exceptuando la constante amenaza del abuelo de sacarse el cinturón para castigarnos con una paliza del mejor cuero argentino. Le gustaba amenazar y presumir al mismo tiempo; el cinturón – el único que tenía – era un regalo de su hermana, que emigró a Buenos Aires durante la guerra y a la que sólo había vuelto a ver una vez, allá por finales de los 70, cuando nacimos Víctor y yo. Cada vez que le despertábamos de la siesta, o nos pillaba con un tomate robado a un vecino, o nos rompíamos el pantalón cayéndonos de la bici, se llevaba las manos a la hebilla y nos decía: “como me quite el cinturón…” Y Víctor y  yo corríamos a refugiarnos en las faldas de la abuela, donde ningún peligro podía alcanzarnos.

Los domingos íbamos a misa con los abuelos. Víctor subía al coro con los otros chicos y yo me sentaba en los bancos delanteros, con las chicas. Un domingo en que el sermón hablaba de un rebaño, Víctor y yo nos buscamos ansiosos a la salida de la iglesia. Al encontrarnos nos atropellamos con nuestras mutuas palabras, dándonos cuenta de que habíamos tenido exactamente la misma idea para librarnos de la amenaza del cinturón, escondiéndolo en un sitio donde el abuelo jamás podría encontrarlo. Si eso no es una revelación divina, yo ya no sé qué puede serlo.

Esa misma noche aguantamos despiertos hasta que oímos roncar a los abuelos. Con el corazón en la garganta me acerqué a la silla donde el abuelo dejaba su ropa y saqué el cinturón de las trabillas del pantalón. A la mañana siguiente, al alba (aún no sé cómo conseguimos despertarnos) montamos en las bicis y subimos al prado.

Al volver a casa, el abuelo gritaba y buscaba su cinturón, insistiendo en que lo había dejado donde siempre y que su desaparición sólo podía ser cosa de brujas. La abuela nos miraba con ojos interrogantes, no sé si por la sorpresa de nuestra ausencia a esas horas de la mañana o por la sospecha de nuestra implicación en la misteriosa desaparición.

Al final, el abuelo se rindió y pasó el resto del verano usando un cordón anudado para sujetarse los pantalones, como muchos otros hombres del pueblo. Arriba, en el prado, una de las vacas de Marcial pastaba tranquila, sin ser consciente de que su cencerro colgaba de un pedazo de la piel de una congénere argentina.